Se acomoda el cabello. Sabe que es un gesto estéril. La melena es indomable, retinta, preñada de rizos. Observa, atenta, la tableta electrónica que tiene ante sí. Los dedos, cortos y casi infantiles, dejan una estela sobre la pantalla. El trazo de sudor desanuda la luz en ese hormiguero de letras que se mueven con la libertad de un roce:
- Parece cine… Me gusta hacer así- abre los dedos imitando a una araña- y ver que la página se hace grande o chiquita. Tom Cruise hacía lo mismo… ¿no se vio esa película?
Miriam Cobeña, ahora, se asemeja a uno de sus alumnos de segundo grado. Esta maestra fiscal no oculta la felicidad que la puebla. Ella, como los otros cuarenta y ocho profesores que están en este salón de conferencias, mira todo cuanto acontece a su alrededor. Asiste al taller “Profesores enseñando a profesores”, que organiza el Colegio Menor San Francisco de Quito. Aunque no lo dice, abre los ojos, casi sin pestañear, como si solo una mirada atenta fuese suficiente.
- Ah, no, mis niños se rotan para usar la computadora que tengo en el aula. ¡Les encanta! Pero si los dejo, los muy bandidos, se quedan ahí y no damos clases. En esa Internet hay de todo. Todito lo que quieras saber, está ahí. Por eso les digo: ¡aprovechen! Pero si yo no tengo ni idea de cómo usar una computadora, ¿cómo les voy a ayudar? Por eso, yo también aprovecho.
Se ríe y oscila sobre sus caderas. Parece una danza. Podría ser un rito para conjurar la pobreza de su sala de clases. Regresa a ver al pizarrón. Debe elegir una lección y organizarla para usar el programa Educreation. Sin pensarlo mucho, sabe que quiere hacer una clase de lenguaje. Esta mujer maciza y pequeña repite el simpático baile. Se bambolea un poco, con las manos semi-extendidas a ambos lados del cuerpo y sonríe.
- Imagínese qué maravilla. Uno graba la clase y la deja ahí. Si un muchacho no entendió, en lugar de repetir, le pongo la grabación. ¿No le digo que es como cine? ¿Cómo sonará mi voz? Es que yo soy bien gritona.
Toma el cuaderno y comienza a escribir. La letra es redondeada y llena de volutas. Se detiene y, de reojo, observa qué hacen sus compañeros de mesa.
- Con las computadoras el trabajo es más rápido, pero a mí me gusta escribir primero a mano. ¡Manías de vieja! Es que yo miro el teclado y no veo lo que sale en la pantalla. Entonces, me equivoco más. Si ya lo tengo escrito, solo lo paso y no meto tanto la pata.
Despacio, arma la clase. Recorre las palabras con precisión. Desliza la lengua por cada sonido y se toma el tiempo para pronunciarlos, uno a uno. La voz es cálida en su impostación. Si el tema no versara sobre palabras agudas y graves, podría funcionar en una radio cursi. Escucha la lección y la archiva, satisfecha.
- Si pudiera, me llevara una de estas, pero sería muy malagradecida, ¿no? – pasea el dedo índice por el borde de la pantalla de la tableta – Es broma no más. Pero sí son lindas, para que. En el taller pasado fuimos al Museo del Prado, claro, de mentira, porque era una visita por Internet. Pero parecía de verdad porque le podías dar vueltas y ver el cuadro por aquí o por acá.
Se queda en silencio. Pasa el borde de la manga por la pantalla, deshaciendo la maraña de huellas.
- ¿Usted sabe cómo se apaga esto?
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